ABANCAY: ETERNO VALLE PRIMAVERAL

Abancay: ciudad del sol risueño y del valle encantado

Abancay es una ciudad de alegre semblante y singular hermosura, envuelta en la lujuriante vegetación de una naturaleza siempre en fiesta. Se cobija, como en un abrazo maternal, en un apacible valle de clima suave y benevolente, esculpido entre los brazos de la cordillera andina, donde el cielo, de un azul perfecto, se rinde ante el reinado altivo del sol, que aquí, más que astro, parece anfitrión.

Es, sin duda, una de las ciudades más antiguas, bellas y representativas del Perú, un relicario viviente donde coexisten, en armonía sorprendente, la historia, la modernidad, la belleza y la naturaleza. Es, si se me permite la licencia, una sinfonía arquitectónica donde lo colonial, lo republicano y lo contemporáneo bailan un vals sin disonancias. Aquí se pueden ver, junto a algunos monumentos de la época virreinal, a solemnes casonas solariegas de la época republicana, y se levantan, como testigos de nuevos tiempos, modernos edificios de varios pisos y material noble. Y, como si el tiempo tuviera aquí modales suaves, sus estrechas calles conservan aún el trazo de antaño y ese aroma de eternidad que embriaga dulcemente al caminante.

Sus estrechas calles, aún mantienen el trazo y los aires de antaño, y constantemente, son amablemente refrescadas por las fragantes brisas del río Mariño. El comercio es prospero, y hay esparcidos por toda la ciudad variados establecimientos de comida y reposo. Muchos de estos, seducen al visitante con su buen gusto, su atención cordial y una oferta digna del más exigente sibarita.

Abancay es, sin exagerar, una urbe moderna y apacible con alma campesina, que no ha perdido el cálido sentimiento serrano, donde el bullicio no devora la calma, y donde el corazón serrano late con ese calor humano que agrada y emociona al forastero

Fundada el 3 de noviembre de 1574 con el sonoro y regio nombre de Villa de Santiago de los Reyes de Amancay, la ciudad se alza en la vertiente oriental andina, entre el fértil valle del río Pachachaca y el imponente nevado Ampay —montaña sagrada, Apu tutelar, centinela blanco que resguarda la ciudad por el norte con majestad de dios antiguo—. Por el sur la guarda el cerro Quisapata, bajo cuyas faldas discurren, con modesto encanto, las cantarinas aguas del río Mariño, tributario del rio Pachachaca.. Al este, el cerro del Mirador observa el amanecer con actitud filosófica; al oeste, Moyocorral parece susurrar leyendas a los vientos del atardecer.

En sus alrededores, el paisaje es un tapiz de calma y belleza, un edén andino donde la primavera parece haberse aposentado de manera permanente. Sus climas suaves, su cielo limpio como conciencia de sabio y —por qué negarlo— sus mujeres encantadoras, han sido musas de poetas y trovadores, que han dejado constancia de su inspiración en versos, cantos y suspiros.

A menudo, los cielos de Abancay son surcados por bandadas de loros que, con alegría desbordante, parecieran anunciar alguna fiesta secreta de la naturaleza. En los árboles, las urpis (palomas de campo) arrullan como enamoradas; las tuyas (calandrias), melodiosas canoras vestidas de amarillo negro y blanco, entonan cantos que embellecen el silencio; los pichincos (gorrión andino) saltan piando por doquier y junto a sus compadres, los tiutis (espiguero negro y blanco) completan una orquesta alada que no necesita partitura.

Aurelio Miró Quesada Sosa, en su libro Costa Sierra y Montaña describe con elegante pluma a Abancay cómo: «… una población tranquila y recogida, con casas de colores claros, y calles que se tienden a la caricia blanda de un clima templado y agradable.»

Por su parte, el profesor José Miranda Valenzuela, en Por los caminos de Apurímac, se refiere a Abancay como «… es un bello rincón del Perú andino. Las características de tan risueño y pintoresco lugar, reconocidas por propios y extraños, son su clima, esencialmente benigno, la atmósfera transparente y sin humedad, los cambiantes tonos de luz de los atardeceres, el cielo límpido y sus noches de luna deslumbrantes.»

La provincia de Abancay, ubicada en el corazón del departamento de Apurímac, abarca una superficie de 3,447.13 km², de los cuales 313.07 km² pertenecen al distrito homónimo. El núcleo urbano de la ciudad se sitúa a una altitud promedio de 2,378 metros sobre el nivel del mar, aunque algunas fuentes mencionan una altitud de 2,500 m s. n. m.

Entre sus barrios tradicionales más reconocidos figuran Pueblo Libre, El Olivo, La Victoria, Villa Gloria, Condebamba, Illanya y el dinámico barrio comercial de Las Américas, cada uno con su propia historia y encanto que contribuyen al mosaico cultural de la ciudad.

Al estar enclavada en un valle profundo, rodeado de cerros majestuosos, Abancay goza de un microclima privilegiado. La temperatura promedio anual es de aproximadamente 19 °C, con máximas que rondan los 24 °C y mínimas que rara vez bajan de los 8 °C .

Los antiguos abanquinos —sabios sin toga ni diploma— contaban que el cielo aquí era cortés: llovía por las noches, para no interrumpir las labores del día, y el sol brillaba como quien cumple una promesa. La temporada de lluvias era muy corta, desde fines de diciembre hasta mediados de marzo. Hoy, los cambios climáticos han extendido la temporada de lluvias, que ya no respeta tanto la agenda ancestral, pero sigue sin quitarle su esencia a esta tierra prodigiosa.

Según el Censo Nacional de 2017 tiene una población de 72,277 habitantes en su área urbana, que abarca los distritos de Abancay y Tamburco, con una densidad poblacional de 20.49 hab/km2, y según recientes proyecciones del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), toda la provincia de Abancay cuenta con una población estimada de 121,501 habitantes al año 2022.

Pero más allá de las cifras —esos fríos números que rara vez capturan el alma— lo que verdaderamente hace grande a Abancay es su gente: alegre, amable, hospitalaria. Su sonrisa no es estrategia turística, sino reflejo de una cultura de acogida tejida con hilos de historia, esfuerzo y orgullo.

Abancay, tiene un enorme potencial turístico, no solo por las riquezas arqueológicas y paisajistas, sino también por su patrimonio cultural lleno de atractivas expresiones artísticas, su oferta de actividades vivenciales y de aventura, su deliciosa gastronomía, y sobre todo su gente, siempre amigable y alegre que sabe acoger al visitante.

En suma, Abancay es una tierra hermosa, de noble estampa y espíritu indómito, bendecida por la naturaleza y llamada —con voz que resuena en los valles y se eleva en los cerros— a destinos grandes y luminosos. Pero ay, como suele ocurrir en tantas historias de promesa y desencanto, la realidad no siempre acompaña el ideal.

Pese a su vasto potencial, la ciudad parece caminar cojeando por culpa de una dolencia que no es física, sino política: una suerte de miopía institucional mezclada con sordera cívica. Las calles —que debieran ser arterias vitales de progreso— están maltrechas, llenas de huecos como si fueran mapas de viejas guerras no contadas. La limpieza, más que un hábito urbano, parece una nostalgia con excretas de perros a cada paso y un gigantesco problema con el manejo de la basura que viene desde administraciones anteriores y pareciera no tener solución. Y los postes de luz, en vez de sostener con decoro cables y luminarias, cargan festones de cables inservibles y adornos de fiestas pasadas, como si compitieran en un concurso de arte moderno… sin curaduría. Y hay otros problemas más.

Obras hay, muchas. Pero entre las que empiezan sin fecha de fin y las que terminan sin haberse iniciado del todo, la ciudad parece atrapada en un eterno boceto. Y lo más triste: las decisiones —esas que deberían nacer del diálogo técnico, del amor por la tierra y la voluntad de servicio— suelen gestarse en trincheras políticas, donde la razón se disuelve entre cálculos personales y pasiones mezquinas.

Sin embargo, Abancay resiste. Como las flores que brotan entre piedras, como el sol que se cuela entre nubes, como los pueblos que aún creen en la esperanza. Porque su gente —esa que barre su vereda aunque el resto esté sucio, que planta un geranio aunque falte agua, que aún sueña sin permiso de las estadísticas— sigue esperando el día en que la gestión pública esté a la altura del paisaje, y la voluntad política al nivel de su pueblo.

Por eso, si algo corona la grandeza de Abancay, más allá de su geografía privilegiada o su arquitectura entrañable, es su gente. Aquí, la amabilidad no es protocolo sino costumbre; el cariño, una forma cotidiana de existir; y la cultura, no adorno, sino savia viva que alimenta el alma del pueblo. Sus habitantes —sabios sin estridencias, artistas sin escenario, filósofos de cafetín y poetas de sobremesa— tienen ese don raro de hacer sentir al visitante no como turista, sino como pariente extraviado que al fin ha vuelto.

En Abancay, uno no solo encuentra paisajes que deslumbran, sino miradas que abrazan; no solo caminos que conducen, sino voces que invitan a quedarse. Y es que, en esta tierra de sol risueño y valle encantado, la calidez humana no se enseña: se hereda. Y se respira.


Actualizado el 03/06/2025

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1 com.

Tany Pinto Sotelo 03/06/2025 - 3:02 pm
Nada mas gratificante, para mi gusto, colaborar con un granito de arena con Peruanísima, reconociendo que es un esfuerzo editorial, que promueve con acierto y holgura intelectual las reseñas, las constumbres, las reflexiones sobre Abancay, Apurimac y la cultura andina, que tanto apoyo necesita. Carlos Casas, su creador e impulsor, dio en el clavo. Se que muchas personas abanquinos y abanquinistas; turistas nacionales, etc. llegan a husmear las paginas a informarse, a recrearse con la lectura de tantas notas bonitas sobre nuestra tierra y su gente, anecdotas que nunca pasaran de moda, que estarán alli, como el sol que sale cada día a dar calor a la vida misma. Saludos a peruanisima.
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